Estaba sola en casa porque su esposo aún no regresaba del trabajo. Llovía fuerte, el aire se llevó el globo que tenía colgando en el techo del porche. Su hijo, acababa de morir. Su gato, acababa de desaparecer. El carro de su esposo se apagó a unas cuantas calles antes de llegar a casa. Andrés no tenía dinero en la cartera, su celular estaba muerto. Jimena lloraba en el suelo de la sala. Escuchó un maullido, fue al porche y lo llenó de comida. Quería morirse. Porque la muerte siempre la atraía, más en noches en las que hacía frío, en las que se sentía sola, en las que no estaba su hijo, ni su gato. En las que se sentía inútil. En las que quería salir de su cuerpo.
Andrés se sentía idiota. Caminando bajo la lluvia, arrastrando los pies entre el agua, viendo correr el río en sentido contrario a él. Sentir sobre su rostro las luces de los carros que pasaban sin mirarlo, sin importarle su desgracia, felices de no ser él. Quería llegar a casa, secarse, comer, leer un libro. Estar tranquilo, tibio. Pero sabía que no podría estar feliz, aunque lo intentaba, ¡Dios sabe que lo intentaba! Pero los maullidos sobre el tejado, los llantos de su mujer, el ruido interminable en su oído, el latido de ese corazón invisible.
Cuando llegó a casa un gato negro comía en el porche, las luces estaban apagadas. Encontró a su esposa en el suelo, de su boca salía un cable enchufado a la pared. Andrés no gritó, no pudo hacerlo. No debía hacerlo. El gato maulló y Andres, Andres prendió la luz.

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